La votación para designar al nuevo fiscal general de Estado, Eduardo Baigorrí, dejó en evidencia lo que muchos dentro del justicialismo se niegan a admitir: el peronismo sanjuanino ya no es un bloque, sino un rompecabezas roto.
Durante años, el PJ fue una maquinaria de poder que se movía con disciplina interna y obediencia vertical. Pero el tiempo del control absoluto terminó. Lo que vimos en la Legislatura no fue una simple diferencia de criterios: fue una fractura política profunda que expone las internas, los egos y el desgaste de un espacio que perdió el rumbo.
Porque mientras Sergio Uñac intenta mantener el liderazgo desde la sombra, sus propios dirigentes se le escapan de las manos. Eduardo Cabello, Omar Ortiz, Jorge Castañeda, Pedro Albagli, Gabriel Sánchez, Leopoldo Soler y Franco Aranda decidieron romper el molde y votar distinto, marcando distancia del viejo verticalismo peronista.
Esa rebeldía no nace del consenso, sino del cansancio. Del hartazgo con una conducción que se mira el ombligo, que perdió la calle y que ya no representa a nadie más que a sí misma. El peronismo sanjuanino, que alguna vez fue sinónimo de poder territorial y unidad, hoy es una suma de pequeñas ambiciones personales.
La designación de Baigorrí se convirtió así en el espejo de una realidad incómoda: el peronismo ya no puede sostener la fachada de unidad. Lo que queda es una estructura en crisis, con dirigentes que se disputan las sobras del poder y otros que, por supervivencia, empiezan a mirar hacia otro lado.
La ruptura en la votación no fue un accidente: fue una señal. Una advertencia de que el PJ perdió el control de su tropa y el respeto de su gente. Y cuando un partido deja de representar a su base y empieza a pelear solo por cargos, el fin del ciclo ya no es una posibilidad, sino un hecho.El peronismo sanjuanino no se dividió por un voto. Se dividió por años de soberbia, de cargos heredados y de silencios cómplices.
