Cristina Fernández de Kirchner confirmó que será candidata a legisladora bonaerense por la Tercera Sección. Otra vez candidata. Otra vez en campaña. Otra vez, dentro del sistema político que asegura fueros, visibilidad y poder. Aunque lo disimule con un discurso de épica militante, la jugada es clara: no se va, no se jubila, no se corre. Porque mientras esté adentro, no puede ser juzgada como cualquier ciudadana.
La imagen no sorprende, pero incomoda. Sobre todo en un país que arrastra causas judiciales tapadas, privilegios políticos eternos y una dirigencia que solo se recicla, nunca se retira. Cristina vuelve, como siempre, pero esta vez por abajo: no como presidenta, no como senadora. Como candidata a diputada provincial. Un cargo menor, pero con el escudo más valioso: el del fuero.
¿Le teme a una condena? ¿Busca blindarse de la Justicia? ¿O simplemente no puede vivir sin estar en la boleta? Cualquiera sea la razón, el efecto es el mismo: una figura que ya ocupó todos los lugares del poder, que tuvo todas las oportunidades, que gobernó el país por más de una década, vuelve a entrar por la puerta chica. Porque no sabe irse. Porque no quiere irse.
El paralelismo con Sergio Uñac es inevitable. También él intentó una maniobra para perpetuarse. También él buscó un tercer mandato violando el espíritu de la Constitución. También él creyó que el poder era un derecho personal y no una función temporal. La Corte Suprema le puso un límite. Pero el reflejo es idéntico: cuando no hay alternancia, lo que hay es miedo. Miedo a perder protección. Miedo a rendir cuentas. Miedo al olvido.
El regreso de Cristina no es una señal de fortaleza. Es una señal de desesperación. Porque quien realmente tiene espalda política no necesita esconderse tras una banca. Ni disfrazar de militancia lo que claramente es autopreservación.
Y si la Justicia funciona de verdad, los fueros no deberían alcanzar para siempre. Porque nadie, por más votos que haya tenido, está por encima de la ley. Ni Cristina. Ni Uñac. Ni nadie.